Joseph Ratzinger y su concepción de la belleza
Introducción del filósofo argentino al "manifiesto" de Joseph Ratzinger La contemplación de la belleza
Cuando no está atendiendo cuestiones como las costumbres de alcoba de quienes
pretenden comulgar, o confesando jóvenes
en sesiones extraordinarias de liturgia penitencial, a Joseph Ratzinger, ahora Benedicto XVI, le complace discutir altas cuestiones filosóficas.
Ya no es novedad para nadie que tenemos
un Papa que es también un intelectual de
primer nivel. Si bien Wojtyla había coqueteado con la fenomenología de Max Scheler en
su juventud, los ministerios eclesiásticos y
su febril activismo acabaron por monopolizar
su tiempo. Entre sus logros sí hay que contar su importante contribución a la cruzada
por descorrer la cortina de hierro, su afán
ecuménico y su insólito nivel de popularidad,
ampliamente evidenciado en la masiva y
ecléctica concurrencia a sus exequias.
Si Wojtyla era principalmente acción,
Ratzinger tiene una especial inclinación por
la contemplación. Su primera encíclica,
Deus caritas est, sorprendió a todos.
Comienza con una cita de Nietzsche (quien
afirmó no sólo que Dios había muerto sino
que Jesús era un idiota) para después lanzarse a una erudita discusión acerca de los
diferentes conceptos de amor entre los griegos –eros, agape, filia– estudiando sus usos
en Platón y otros pensadores clásicos previos al Nuevo Testamento. Antes de ser
elegido Papa sostuvo una profunda polémica con Jürgen Habermas en torno al tema
de las relaciones entre la religión y la sociedad civil. Varios comentaristas opinaron
que dejó al filósofo en retirada.
El tema que obsesiona al actual Papa es el
mismo que obsesionó a los Padres griegos
platonizados, a los Padres latinos helenizados, a los escolásticos aristotelizados y a
los teólogos de la modernidad. ¿Cómo se
relacionan la razón y la fe? San Agustín
(siglo IV) decía “creo para luego entender”.
San Anselmo (siglo XI), no satisfecho con
esto, elucubró un cándido argumento, luego
llamado “ontológico”, para demostrar la existencia de Dios a partir de la lógica. Santo
Tomás (siglo XIII) convirtió en lógica a la
teología y para algunos llegó así a vaciar de
sentido tanto a la una como a la otra. El
tema de la tensión existente entre fe y
razón, en consecuencia, sigue empantanado desde hace siglos y no parece haber signos de reconciliación entre ambos términos.
En su ensayo, Ratzinger parece añorar el
ardor de los Padres de la Iglesia, como si
considerase que en el pensamiento de ellos
se encuentra la actitud a adoptar para
rescatar una discusión indudablemente fundamental. Esta discusión tiene como centro
la radical distinción entre filosofía y
teología, entre razón y fe, cimentada en los
áridos volúmenes de la escolástica. Pero,
según el Papa, una oposición tan rotunda
es en realidad un error. No sorprende que
su escolástico favorito sea San Buenaventura (siglo XIII), un místico, un seguidor de
Agustín, y la contracara de Tomás, el aristotélico. Ratzinger es un agustiniano, un
platónico, incluso un plotiniano. Teología y
filosofía, como bien lo supieron los filósofos
neoplatónicos –que se autodenominaban
“teólogos” y que inspiraron profundamente a los Padres de la Iglesia– son dos caras de
una misma moneda.
El hermoso texto de Ratzinger que se
puede leer a continuación es un ejercicio de
platonismo católico. Aún más, es casi un
manifiesto, la proclama de un nuevo pensamiento. El tema es griego por excelencia:
la belleza. A partir de dos textos bíblicos en
los que se describe, en forma aparentemente contradictoria, a Cristo como el
hombre más bello y, a la vez, como carente
de belleza, con “el rostro desfigurado por el
dolor” por martirio de la cruz, Ratzinger se
lanza a una armoniosa y poética dilucidación del problema de la belleza sensible
y la belleza inteligible.
La belleza de Cristo atrapa los sentidos y
nos llena de un entusiasmo divino por
conocer la verdad. Ratzinger hace suyo el
apotegma griego tan divinamente versificado por Keats: la belleza es verdad y la verdad es belleza. Esto no es un canto a la irracionalidad o una proclama esteticista,
dice el Papa, sino que es la manera de “liberar a la razón de su torpeza”. Al igual que
Platón y Plotino, Ratzinger está convencido
de que hay un momento en el que la razón
empieza a cojear; llegado ese punto, ella
debe ser superada. El éxtasis estético que
se produce al contemplar una obra bella
hace que la razón encuentre su límite infranqueable y que por otras vías se nos revelen verdades inefables.
Pero la fealdad de Cristo plasmada en sus
facciones deformadas por el calvario, en
sus estertores de agonía, en su rostro escupido y avinagrado, también revela belleza, la
belleza del amor que vence a la muerte.
Aquí, dice Ratzinger, es donde el cristianismo supera la estética griega, conservando,
a la vez, lo mejor de ella y desechando lo
menos valioso. Frente al cinismo de quienes
engañan pintando al mundo como un abismo de desesperación en el que todo es negrura, Ratzinger opone la belleza que inspira
el rostro de Jesús muriendo por amor.
Así, contra el cinismo y el pesimismo del
ateo, Ratzinger exalta la belleza del dolor
que sucumbe ante el amor –y éste es el
mensaje más poderoso de Cristo–. Contra la
banalidad de quien se pierde entre las
bellezas aparentes, de quien toma por paradigmas lo que en realidad son copias, el
mensaje cristiano, según Ratzinger, opone la
belleza verdadera. Esta belleza auténtica sólo se aprehende con el ojo del alma, como
repetían hasta el cansancio los platónicos.
En este breve ensayo de Ratzinger acaso
esté el germen de una nueva teología
filosófica, o filosofía teológica. El Papa
acaso esté empeñado en dar vuelta a la ya
larguísima página de farragosas entelequias que la escolástica comenzó a escribir hace ya ocho siglos y que aún hoy
sigue entorpeciendo el diálogo entre filósofos y teólogos.